El Archipiélago
Veníamos contando que, donde hay patrón no manda marinero, entendido el patrón como una estructura más o menos consciente que ordena y configura nuestra manera de estar y actuar en el mundo. De esto se da cuenta uno/a cuando se detiene a observar y va notando una repetición, una forma común en las emociones, pensamientos y actos que se suceden. No siempre es fácil asumir la participación que cada individuo tiene en lo que le pasa y por ello los tripulantes han decidido parar y tomar un descanso en la isla de un pequeño archipiélago.
La tripulación lleva ya dos semanas en tierra debido a esa patente necesidad de volver a lo familiar, a pisar un suelo firme, pasear por calles transitadas, despertar los sentidos gracias al olor de las especias, el sabor de los manjares del lugar, el fulgor de los diversos colores más allá de la gama de azules marinos o celestes y el bullicio del gentío. Todo ello les ha hecho salir un poco fuera de sí mismos y ha despertado un entusiasmo parecido al del niño que recibe cientos de estímulos por primera vez. La mayoría han aprovechado también para separarse de sus colegas de aventura y conocer a gente nueva, o simplemente disfrutar de su soledad y paladear una ansiada libertad. Algunos/as estaban verdaderamente hartos de sentirse encerrados en un barco en alta mar viendo cada día las mismas caras y escuchando las mismas voces.
Mañana a las 7 en punto de la mañana han quedado de nuevo en el puerto para zarpar hacia el próximo destino. Elena da un paseo nocturno por las animadas calles de la ciudad costera que la ha acogido durante las últimas semanas con un nudo en el estómago. De pronto al fondo de una angosta calle descendente asoma el brillo de la luna sobre el mar. Ha estado evitando bajar a la zona del puerto hasta ahora y ya no puede ocultar más el motivo:
- No sé si deseo volver al barco –se atreve al fin a confesarse.
Camina cada paso como si masticara una bola de emociones tragadas, pero no digeridas: la ilusión del comienzo del viaje, el miedo del día de la tormenta, la angustia ante la posibilidad de no encajar con el grupo, la paz y el profundo sentido experimentado las noches en cubierta admirando las estrellas, el orgullo por haberse atrevido a embarcar, la desesperación de estar en mitad del mar y no poder salir corriendo… Salir corriendo.
De pronto, sus pasos comienzan a acelerarse y su cuerpo se deja llevar por la fuerza de la gravedad. Las emociones se convierten en motor para el cuerpo de Elena, quien corre hacia el mar mientras en su cabeza repite: “Salir corriendo”. Sus pies recorren la cuesta, la hacen atravesar el paseo marítimo esquivando a la gente y dar un salto hacia la arena fría para acabar zambulléndose en el mar. Mientras el agua moja sus pies, las lágrimas caen por sus mejillas para llevar de nuevo la sal a su boca.
- ¡Elena! –suena una voz a su espalda.
- ¡Hey! Hola Marina… –contesta reconociendo a su compañera mientras se seca las lágrimas con disimulo.
- ¿Estás bien? Me ha parecido verte corriendo calle abajo y he decidido venir a ver si pasaba algo.
- ¡Ah! Sí claro, muy bien. Ya sabes, aprovechando a echar una carrerita antes de volver al barco, nada más –responde Elena con una sonrisa torcida que la hace sonar poco convincente.
- Ven, vamos a sentarnos aquí –le invita Marina señalando unos palés viejos–. Mira… a mí no me engañas, te he visto llorar. No tienes por qué contarme lo que te pasa, pero quiero que sepas que sea lo que sea estoy aquí para escuchar. Y oye, igual hasta puedo ayudar en algo, si quieres probar… –concluye Marina con una sonrisa y tomando las manos de Elena.
- .. –duda Elena– verás. Si no es nada en realidad, es que no me entiendo ni yo. Llevo unos días muy agitada, como tratando de hacer mil cosas. Y la verdad es que tengo dudas sobre si volver o no al barco. Por una parte, quiero retomar la aventura, veros a todos, seguir navegando y todo eso. Pero por otra mi cuerpo se encoge solo de pensar en volver a encerrarme ahí, perder la libertad que he sentido corriendo por esa cuesta, tener que adaptarme de nuevo al grupo y organizarnos cada día, adaptarme a la rutina, ¡no ver más que azul, azul y azul!
- ¡Bienvenida al club amiga! –ríe Marina con ternura–. A ver, no me malinterpretes que no quiero quitarle peso, pero eso es con lo que llevo yo lidiando desde que atracamos en este puerto hace dos semanas y me atrevería a decir que no hemos sido las únicas. Ya sabes que soy muy dada a darle vueltas a las cosas, siempre con mi diario para arriba y para abajo. Y creo que he llegado a alguna conclusión.
- ¡No me digas! ¿Y a cuánto tienes el kilo? Porque yo estoy muy falta de claridad y conclusiones –bromea algo más animada Elena.
- ¡Para ti «regalao»! –contesta divertida Marina al tiempo que guiña un ojo–. Me he dado cuenta de que hemos estado muy pendientes de hacernos a la vida en el mar, aprender sobre las mareas, los vientos, las corrientes… Por otra parte, hemos dedicado muchísima energía en preparar bien el barco, asegurar el mantenimiento, hacernos con los trucos, la operativa, etc. Y no digamos la parte de organización, que anda que no nos costó asignar los roles y que todo el mundo estuviera medianamente contento… Pero lo más importante es que somos un grupo de personas que no se conocía apenas y que, de pronto, comienza una aventura común. Creo que no debemos subestimar este punto y todo lo que supone, ¿sabes?
- Claro, está siendo toda una odisea, ¡nunca mejor dicho! En mi caso el trabajar en equipo está haciendo que emerjan ciertas cosas de mí que no me gustan, como aquel día de la tormenta. Y reconozco que me ha costado bastante encontrar mi lugar en el grupo… de hecho creo que aún lo sigo buscando. Quizá eso me atormente más que las propias inclemencias del tiempo o los peligros de alta mar. La sola idea de estar encerrada en un barco con un grupo de personas con el que no encajo, me revuelve el estómago… –confiesa Elena encogiéndose sobre su tripa.
- Ya, no es fácil estar en grupo, y menos al inicio, cuando hemos de conocernos, mostrarnos, elegirnos… Yo me he sentido muy vulnerable en varios momentos, incluso encerrada en un rol que no siempre quería desempeñar. Pero, ¿sabes qué? Una vez oí que solo dentro de un marco social puedes alcanzar la libertad y creo que es verdad. Supongo que la clave es imaginarnos no como islas, sino como un archipiélago. O sea, cada persona tenemos nuestra individualidad, pero formamos parte de algo mayor y en lo profundo estamos conectados. A mí esa idea me ayuda a separarme cuando necesito estar más «aislada» –dice Marina marcando el juego de palabras con un guiño– sin dejar de sentir que pertenezco.
- Así que nosotros seríamos como estas islas, que adquieren una identidad en función del archipiélago al que pertenecen. Como, por ejemplo, ahora que nos encontramos en la isla más grande, sólo sabemos que es así porque la comparamos con el resto –reflexiona Elena posando su mentón sobre las manos–. Y asimismo ese archipiélago tiene una identidad en función del resto de archipiélagos, el continente al que pertenece, etc.
- Así es. Y en ese sentido, el grupo nos obliga a aterrizar, nos ancla en una realidad y disipa las fantasías. Eso no quiere decir que limite las posibilidades de desarrollo, si no que requiere de una mayor toma de responsabilidad para que sirva a nuestro crecimiento –concluye Marina.
- Bueno Marina, así que nos va a seguir tocar currando, ¿verdad?
- Efectivamente amiga. Pero recuerda también todos los buenos momentos que hemos pasado juntos, las canciones al atardecer, los desayunos amaneciendo, los logros comunes… Y todo lo que nos queda por vivir. Además, si fuéramos islas, no estaríamos tú y yo aquí teniendo esta conversación, ¿no? –finaliza Marina dando un salto para ponerse en pie.
Rol, identidad y desarrollo en las organizaciones
Esta conversación podría trasladarse al contexto organizacional, esa aventura en la que alguien se embarca y, además de con tareas y procedimientos, se encuentra con un grupo de personas que suscitan afinidades diferentes. Filias y fobias sobre las que puedes aprovechar para hacer una revisión que ayudará a poner luz y conciencia sobre patrones que, de no hacerlo, podrían permanecer en la penumbra cuando no, directamente, ocultos en la sombra: ¿cómo me sentí al entrar aquí? ¿Cuánto encajaba conmigo el rol que me habían asignado y cómo ha evolucionado ese rol? ¿En qué medida ese grupo al que pertenezco ha ayudado a mi crecimiento o, por el contrario, ha exacerbado alguna de mis «neuras»? Y, ¿en qué medida he contribuido yo al desarrollo de ese grupo, o a exacerbar las «neuras» de alguno/s de sus integrantes? ¿En qué grupo estoy pensando? ¿Departamento/área/empresa? ¿Qué es lo que nos conecta como grupo? ¿Afinidades personales, un propósito común…? Responder a estas preguntas y muchas otras nos puede hacer más conscientes y responsables de nosotros mismos y de nuestro papel en un grupo, así como protegernos de dinámicas inconscientes que pueden emerger. Y de esto último hablaremos en nuestra siguiente etapa en la que sabremos si Elena embarcó o abandonó la aventura.
Ningún hombre es una isla entera por sí mismo.
Cada uno es una parte del continente, una parte del todo.
Si el mar se lleva una porción de tierra, Europa queda disminuida. Tanto como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia.
La muerte de cualquiera me disminuye, porque me encuentro unido a toda la humanidad.
Por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti.
John Donne
Itziar Gómez Aparicio
Miembro del equipo Docente del Máster en Transformación Organizacional, Satori Institute
Editado con la participación de Paloma Ruiz Lasa
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